Fuente: El teatro, historia y vida. © Ramón Nieto / © Acento Editorial, 1997.
Fragmento de El teatro historia y vida.
De Ramón Nieto.
Capítulo III.
La tragedia se definió de diversas maneras («representación de gestas y héroes que sucumben en su lucha contra el destino», por ejemplo), pero la más aceptada sigue siendo la aristotélica, que resumimos aquí: «Mímesis de una acción seria y acabada en sí misma, la cual, mediante una serie de casos que provocan compasión y terror, produce el efecto de levantar el ánimo y purificarlo de tales pasiones (catarsis)». Los elementos esenciales de la tragedia son para Aristóteles estos seis: el mito, los caracteres, el pensamiento, la elocución, el espectáculo escénico y la composición musical. A su vez, nos habla el filósofo de las cinco partes de la tragedia: el prólogo, el canto del coro al ritmo de la danza, los episodios (equivalentes a lo que hoy llamamos actos), el canto del coro en los intermedios, y la escena final (o éxodo), generalmente cantada. Aristóteles también estableció las tres unidades del teatro, que tanta influencia tuvieron a lo largo de los siglos en los cultivadores del clasicismo, desde el Renacimiento italiano hasta muy avanzado el siglo XIX: la unidad de acción, la unidad de tiempo y la unidad de lugar.
Basándose en Aristóteles, Arthur Miller nos ha proporcionado una definición moderna de la tragedia: «Documentación perfectamente equilibrada de los momentos de la lucha del hombre por conseguir su felicidad; la tragedia surge y llega a ser inteligible cuando en esa lucha el hombre es vencido y deshecho».
Un autor español contemporáneo, Alfonso Sastre, enumeró de la siguiente manera lo que él llama «la sustancia metafísica» de la tragedia:
a) Una situación cerradab) en la que se encuentran existiendo (facticidad)
c) unos seres condenados a morird) que desean —en realidad es una exigencia previa, no deliberada, anterior a todo deseo, biológica, constitutiva— una felicidade) que, al menos como estado de plenitud, les es negada
f) y, a veces, se interrogan sobre su destino (mundano y ultramundano)
g) y sobre el pecado desconocido o la culpa por la que son castigados
h) Es una luchai) en la que la vida humana es siempre derrotadaj) en momentos que provocan horror (ante la magnitud de la catástrofe) y piedad (ante la nihilidad del ser humano) en el espectador de esta derrota, en la que ve, anticipada, su propia y natural derrota, a la que está abocado por el simple hecho de existir.
El mismo autor se pregunta por qué los espectadores asisten voluntariamente a la representación de una tragedia si saben que van a ser torturados. El espectador de una tragedia no puede decir, al salir que lo ha pasado bien, sino que posiblemente dirá: «Salí del teatro destrozado». Y, sin embargo, está contento de haber ido. Y cuando sintió que la acción le hacía estremecerse, llorar..., no se fue. Clavado en la butaca, se declaró, no se sabe por qué misterio, solidario de la acción trágica, y no pensó ni por un momento en lo fácil que habría sido levantarse y salir al vestíbulo o marcharse a casa.
El análisis freudiano de la tragedia parte de la base de que la realidad es dolorosa, nos hace sentir culpables y origina en nosotros ansiedad. ¿Por qué aceptamos este sufrimiento cuando asistimos a una representación teatral? Porque sentimos un cierto placer al ser «sobornados» por ese riesgo un tanto masoquista de disfrutar con la realización de nuestros deseos prohibidos. Al mismo tiempo, la vivencia de la tragedia ajena nos permite sentirnos justificados y, de algún modo, perdonados.
Según contaba Madame de La Fayette, Racine sostenía que un buen poeta podía justificar los más horrendos crímenes y hasta hacer sentir piedad por los criminales. Frente a quienes argumentaron que aquello era imposible e incluso le ridiculizaron, decidió escribir la tragedia de Fedra: con ella demostró que los espectadores se compadecían de los infortunios de la criminal madrastra mucho más que del virtuoso Hipólito.
Otro aspecto menos morboso de la tragedia es el que ensalza el sentido heroico de las acciones valerosas, como ocurre, por ejemplo, con el teatro de Corneille. Lo trágico se transforma aquí en sacrificio por un ideal patriótico, y se ensalzan la caballerosidad, el arrojo, la renuncia (recuérdese, en nuestro siglo, El zapato de raso, de Claudel) y, por encima de todo el honor.
El héroe de la tragedia era el culpable de su destino, hasta que Nietzsche escribió El origen de la tragedia y nos hizo ver que no era el héroe quien fallaba, sino el universo entero al que el hombre no sabía o no podía adaptarse. Mucho después, los existencialistas abundaron en la misma idea: el hombre vive sumido en la angustia de la nada anterior a su nacimiento y la nada posterior a su muerte. Su existencia es un esfuerzo inútil (el mito de Sísifo, según Camus) o «una pasión inútil», como repetía Sartre. En cierto modo, el existencialismo cierra el círculo con la tragedia griega, en la que se abatía sobre los hombres la fatalidad. El sentimiento «de horror y piedad» que la tragedia inspira se ve superado por el sentimiento de «lo fatal» por ejemplo, en el Edipo rey, que nos golpea el alma con el acto inhumano de arrancarse los ojos.
Casi todos los autores clásicos de tragedias enarbolan los conceptos de nobleza, heroísmo, belleza y grandes verdades, como características enaltecedoras del género. Pero no hay que olvidar que estas características brillan por su ausencia en algunas fundamentales tragedias modernas, como las de Ibsen, Strindberg, O’Neill o Brecht.
Investiguemos:
1. Teatro Romano. Aportes al teatro. Autores. Edificaciones, etc.
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